Salvo honradísimas excepciones, las segundas partes nunca fueron buenas.
Queda muy claro que el trabajo de Ricardo Gareca al mando de la selección peruana fue inconmensurable y que, precisamente por eso, es el favorito de gran parte de la afición nacional para volver a tomar las riendas de la blanquirroja. El suceso anterior estimula la idea de un nuevo éxito: por principio de transferencia, alguien que ha hecho algo grande en el pasado es probable que lo repita en el futuro. Gareca les dejó la valla alta a todos, incluso a sí mismo.
El contexto ha cambiado, el tiempo ha transcurrido y Ricardo viene de un sinsabor enorme en Chile. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, decía Pablo Neruda, y en esta situación es innegablemente cierto. El Gareca que nos reconcilió con nuestras raíces futboleras y armó una casa con palitos de fósforos ya no necesariamente responde al perfil que está buscando la dirección de la Federación Peruana de Fútbol. “Alguien que ayude a formar una estructura”, ha dicho, a quien quiera oírlo, Jean Ferrari en distintas entrevistas.
Gareca tiene ganado un espacio enorme dentro del corazón del peruano de a pie. Ni siquiera su marcha a Chile ha logrado mancillar ese recuerdo. Su legado es inmarcesible, y la gratitud también. Pero se avecinan vientos distintos en el fútbol incaico: energía renovada, trabajo a largo plazo y nuevas ilusiones que nos hagan recordar que el fútbol peruano, poco a poco, ha vuelto a retomar el vuelo.
