La situación era compleja. No solo Santos estaba amenazado por el descenso, sino que además —y por si fuera poco— Palmeiras, su rival de toda la vida, disputaría ese mismo día la final de la Copa Libertadores en Lima. En medio de ese panorama sombrío, ganar era absolutamente imperativo. El rival era el pernambucano Sport Recife, ya descendido, así que, en teoría, la mesa estaba servida.
El contexto alentador tenía, sin embargo, una nube negra. Neymar había confirmado días antes una lesión importante y la necesidad de someterse pronto a una intervención quirúrgica. Con ese diagnóstico, pensar que jugaría —y aún más, que brillaría— no parecía realista. Los partidarios del Peixe debían prepararse para sufrir. Y vaya si lo hicieron.
Tras el pitazo inicial, los paulistas embistieron al Recife como si la vida les fuera en ello. Neymar arrancó, contra todo pronóstico, como titular. Era un riesgo enorme, pero también necesario. Y la apuesta no pudo salir mejor. Luego de que en varias ocasiones el enorme Gabriel negara el gol al local, finalmente Neymar hizo magia: tras un servicio de Guillermo, abrió la cuenta. Había transcurrido media hora de juego y las cosas empezaban a encaminarse.
Después, el autogol de Lucas Kal y el cabezazo de João Schmidt terminaron de calmar a los torcedores del Santos. No solo habían recuperado a su jugador emblema en estado de gracia, sino que también habían ahuyentado al fantasma del descenso. Ahora, a falta de dos fechas para que termine el Brasileirao —contra Juventude y Cruzeiro—, mantienen la ilusión de que ocurra un milagro y puedan meterse en la Copa Sudamericana.
Con un santo como Neymar, todo es posible.
